La lectura de un texto escrito por el profesor Fabio Moreno del
programa de psicología de la Universidad Santo Tomás, interrogando la manera en
que a nivel social se ha reivindicado la paz, casi como un imperativo o un
significante autorreferencial asumido acríticamente, ha dirigido mi atención a
otro fenómeno bastante presente en nuestra vida social y personal y que vale la
pena visibilizar en la palestra pública. Se trata de la ira, una pasión humana
poderosa con efectos diversos a nivel subjetivo y social. Más allá del valor
adaptativo que pueda tener, en el contexto de la rivalidad con el congénere por
la imposición de dominio en la manada, es posible reconocer en la ira un sinsentido
que se toma el cuerpo, nubla cualquier comprensión racional de la situación y
hace valer de forma violenta una voluntad ciega, aquello que no podría hacerse
por otras vías social pautadas.
En la historia de la jurisprudencia la ira, que sin duda constituye un
acto de renuncia al arreglo cultural, ha sido motivo para exculpar y/o atenuar
punitivamente delitos como el homicidio por considerar que en dicho estado el
victimario estaba “fuera de sí” o que sus motivos eran “honorables”. En
palabras del jurista argentino José Peco (1942) “cuando cualquier persona, en
parejo trance, es impotente para reprimir las solicitaciones externas y las
tempestades internas (…) hasta la sombra de una sanción o de un perdón judicial
pesa como una injusticia” (p. 109). Tal concepción aparece reflejada también en
el código penal colombiano desde 1936 y ha sido invocada desde la creación del
Derecho Romano como un pacto tácito para disculpar en particular al
feminicidio, asumiendo a la infidelidad
como una injusticia imperdonable y sosteniendo la premisa androcéntrica de que
la mujer es ante todo un objeto sobre el cual el hombre tiene derechos
(Arciniegas y Trujillo, 2000). En el
plano público entonces, junto a la búsqueda de la paz –sea lo que sea que ello
signifique- yace la ira como un fenómeno que merece ser escuchado con atención
en todos los niveles y que en circunstancias tan importantes como las que
estamos viviendo hace necesario reelaborar el lugar, las prácticas y las
políticas de la ira que hemos estado padeciendo. ¿Qué de nuestra historia
política ha sido producto de la ira? ¿Cómo se tramita la ira de los actores
políticos en el lazo social? ¿Qué curso de acción y qué efectos de la ira
legitimamos? ¿Hacemos política de(sde) la
ira? ¿Hacemos de la ira una política? ¿Y la responsabilidad en la ira?
Si bien la ira en tanto emoción es un fenómeno psicológico, resulta
pertinente acudir al término extimidad en
el uso definido por Jacques Lacan para entender su estatuto, que hace de lo más
íntimo un asunto público, incluso allí cuando la ira no se hace visible o sus
maneras de descargarse parecen relegarse a lo más profundo del espacio
individual. Acaso la ira nos ponga de presente en un mismo movimiento la
impotencia de agarrarnos del (con-desde-hasta) otro y el impulso de realizar
nuestra voluntad sin miramiento alguno, pasando por encima incluso de aquello
que consideramos nos hace humanos. Al respecto Lacan (1959/1960) nos propone
pensar que quizá la ira “necesita una especie de reacción del sujeto ante una
decepción, al fracaso de una correlación esperada entre un orden simbólico y la
respuesta de lo real” (p. 127). La ira sería entonces una de las respuestas del
sujeto frente a lo insoportable de la falta, que se presenta como ruptura y que
lo deja en un lugar de objeto identificado a lo peor, incluso cuando sus
efectos sostienen la ilusión de que hemos conseguido un poco lo que queremos.
En las circunstancias actuales vale la pena interrogar esa expectativa de perfecta correlación, no
sólo en términos de como entendemos y creemos la paz, sino también qué hacemos
con ella. La empatía y la secreta aprobación a quienes se empeñan en hacer
existir por la fuerza ese espejismo, muestran como el reverso de la
inteligencia emocional o los imperativos contemporáneos de felicidad extrema
esta política tácita de la ira, que en un contexto como en nuestro en donde la injusticia
galopante redobla la decepción, reclama una apuesta por un lazo social distinto
en el cual la ira y el intenso dolor
no sean el motor de la construcción del país.
Sin duda la ira está y estará, hace parte de la vida y de vez en
cuando resulta necesario echar mano de ella. Lo cierto es que parte del trabajo
a realizar y de las instituciones a transformar supone replantear la función
del afecto y las formas en que nos servimos de ella para construirnos nuevos
lugares y nuevos lazos.
Referencias
Arciniegas, M.C. & Trujillo, A. (2000). Emociones violentas como
causales de inimputabilidad. Trabajo de Grado. Bogotá: Facultad de derecho,
Universidad Javeriana.
Peco, J. (1942). Proyecto de Código Penal. La Plata: Instituto de
Altos Estudios Jurídicos, Instituto de Criminología, Universidad Nacional de La
Plata.
Lacan, J. (1959/1960). La ética del psicoanálisis. Buenos Aires:
Paidós.