jueves, 31 de marzo de 2011

La Teta y la Luna

Una mirada a la sexualidad Infantil

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El imperativo de la Felicidad

El imperativo de la felicidad
Los individuos de las sociedades modernas buscan con fervor el sueño inalcanzable de ser felices, por encima incluso de la libertad, la justicia o la alegría. Esa obsesión termina por culpabilizar toda desdicha
GERMÁN CANO (*) EL PAÍS 13/08/2010
En esa piedra angular de la reflexión de la modernidad crepuscular que es Dialéctica de la Ilustración, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer no dudaron en retroceder hasta las fuentes míticas del mundo antiguo para rastrear el origen ascético de una racionalidad instrumental orientada al trabajo y al sacrificio del goce. En 1947, año de sombríos balances en el que se publicó la obra, la arriesgada comparación entre Ulises y el buen burgués sonaba tan intempestiva como en la actualidad, pero tuvo gran eco. Para escuchar el canto seductor de las sirenas, pero sin ceder a su destructora invitación a la felicidad, el héroe se hacía atar al palo mayor después de haber tapado con cera los oídos de sus subordinados. Del mismo modo que Ulises se sustraía a la fatal seducción del canto de las sirenas atándose a este rígido mástil, el ascetismo burgués alejaba de sí tanto más obstinadamente su dicha cuanto más cerca sentía su inquietante presencia.

¿Se caracteriza nuestro sistema cultural por su afán ascético, por su austeridad respecto a todo goce? Parece más bien lo contrario: Ulises se ha soltado del mástil. Bajo la intimidatoria tiranía del imperativo de felicidad nuestras sociedades no solo habrían renunciado a todo horizonte trágico de sentido; también han criminalizado como patología toda humana e ineludible desgracia. Habríamos pasado, en suma, de habitar los insondables abismos religiosos de la culpa carnal a un mundo kitschdonde nuestra única vergüenza sería no conquistar el sueño de la felicidad.
 Muchas veces considerados como "las páginas en blanco de la historia", los días felices nunca fueron vistos con buenos ojos por los grandes clásicos. Entendámonos: no se trata de echar mano de moralina ni de volver a los buenos tiempos del sacrificio, destruyendo este nuevo becerro de oro de las sociedades tardocapitalistas. No, la felicidad es demasiado importante como para que domine como valor exclusivo. El problema radica en la ausencia de límites de un cuerpo feliz a secas. Cuando las sociedades modernas persiguen con tanto fervor ese sueño inalcanzable y abstracto llamado "felicidad individual" -incluso por encima de la libertad, la justicia o incluso la alegría-, la búsqueda compulsiva de esa sombra esquiva no tiene más remedio que culpabilizar toda desdicha.
 En este contexto de sospecha la óptica del psicoanálisis es indispensable. Desde el momento en el que se nos exhorta a ser felices, ¿no se vuelve el sexo, por ejemplo, un deber incluso más insidioso que cualquier orden moral? Con Slavojiek podríamos decir que el mejor símbolo del imperativo de felicidad actual es la viagra. Una vez que esta se ocupa de modo automático de tu erección, ya no hay excusa: ¡tienes que disfrutar del sexo! ¡Y si no eres sexualmente feliz, es por tu culpa!

Alguna responsabilidad ha tenido también cierto optimismo tecnológico, ilusoriamente convencido de poder construir a golpe de voluntad cielos sobre la tierra. Máxime cuando el paso siguiente de este proyecto prometeico fue identificar toda aflicción como "anomalía". ¿La consecuencia? Una sociedad frágil, excesivamente preocupada por la amenaza del dolor, siempre "en riesgo", desvalida, infantilizada por la necesidad de protección.
 En calidad de maestro de la paradoja, el pensador Odo Marquard nos ayuda a perfilar nuestra febril hipersensibilidad hacia la desdicha, un singular malestar que tal vez se explique a la luz de esta ambivalencia: puesto que los avances de la era moderna en derechos, reivindicaciones y la democratización del reconocimiento han despertado unas expectativas casi infinitas, la decepción de los seres humanos parece aumentar paulatinamente también con cada progreso. Una vez que se reconoce al hombre la capacidad de fundamentar su propia felicidad y se desploma toda teodicea; cuando la insatisfacción respecto al mundo, dirigida antaño hacia lo trascendente, se orienta hacia la contingencia histórica, no se tarda mucho en descubrir siempre a algún chivo expiatorio como mancha que obstaculiza el curso necesario hacia el paraíso terreno. "En el mundo de la vida de los hombres", concluye Marquard, "la felicidad siempre está junto a la infelicidad, a pesar de la infelicidad o directamente por la infelicidad". Dicho de otro modo: cuando los progresos culturales son un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. Más bien se dan por supuestos, centrándose la atención exclusivamente en los males que perduran. Cuanta más infelicidad desaparece de la realidad, más nos ofende la infelicidad que aún persiste como resto. No habría felicidad, pues, sin sus correspondientes sombras.
 Puede que esta sea nuestra "venganza de lo reprimido": cuanto más buscamos el lecho de Procusto de la felicidad, más atrapados e inermes nos sentimos frente al dolor. Ironía de las buenas intenciones: ¿no somos nosotros los primeros seres humanos de la historia que empezamos a ser infelices por no ser felices? Para unas sociedades que buscan ante todo asegurar una vida feliz frente a los posibles excesos, el dolor no puede ser más que una presencia obscena, un desagradable tabú.
Pero bajo la bandera de la salud y de la protección avanza por medio de esta eliminación de "riesgos" un poder biopolítico que blanquea el lenguaje jurídico o político en médico. Se explica desde este punto de vista nuestra necesidad heterónoma de expertos. Terapeutas y charlatanes mediáticos de la felicidad llenan este hueco a la vez que nos reconfortan de nuestras cobardías cotidianas. El actual mercado cultural de la espiritualidad que está transformando silenciosamente las secciones de filosofía de las librerías en apartados de autoayuda es un buen síntoma de ello.
No terminan aquí las paradojas. Es curioso que la obsesión individual por ser felices en el ámbito doméstico coincida con la necesidad de aparecer a los ojos de los demás como incurables quejosos. Peter Sloterdijk ha bautizado esta ideología como la "comedia de la desdicha": la pantomima de seguir un guión victimista en sociedad a fin de blindarnos de las virtudes contaminantes del don de la felicidad genuina, por definición extática, intersubjetiva. Nos quejamos por vicio, en verdad, pero, sobre todo, porque mostrarnos como felices ante los demás nos obligaría -noblesse oblige- a ser más generosos.
Si en la ideología clásica el subyugado por el mundo de la necesidad se refugiaba en el opio de la ilusión, ahora ocurre justo lo contrario: muchos que viven cómodamente miran de reojo simulado sus desgracias. Si un Molière redivivo tuviera que escribir su sátira, sería la del obseso de la felicidad que quiere parecer más infeliz de lo que es. Con malicia Sloterdijk subraya que lo único que cabe hacer "cuando uno es feliz, rico y libre es suicidarte o hacerte corredor de maratón". Interesante reflexión para comprender cómo el culto vigoréxico al cuerpo se convierte en la coartada para no compartir la dicha. Cuando la cultura de la queja huye del dolor lo trivializa presentándolo como absolutamente ajeno a nuestro presunto derecho a la felicidad.
¿Recetas contra esta abusiva "feliz dependencia"? Lejos de esa automática búsqueda de intensidad de los nuevos sacerdotes del goce, quizá se trataría de conquistar los tonos grises, de limitar el avasallador derecho a la felicidad con un cierto sentimiento de gratitud por los regalos de la existencia. "Toda la felicidad", escribía Chesterton evocando las arbitrarias exigencias de los cuentos de hadas, "depende de abstenerse de hacer algo que en cualquier momento podría hacerse y que con frecuencia no es evidente por qué razón no ha de hacerse". Esta función del límite, por gratuito que sea, nos recuerda que la felicidad es un milagro, un regalo. No suena mal para concluir esta proclama infantil como principio de oposición a una sociedad cada vez más normalizada en torno a este estresante imperativo. Parafraseando el célebre inicio de Ana Karenina: todos los felices son felices de la misma manera, pero cada uno es desgraciado de modo singular.
 (*) Germán Cano es profesor de Filosofía en la Universidad de Alcalá de Henares y editor de las obras completas de Nietzsche que publica Gredos.

martes, 15 de marzo de 2011

Toxicomanías y salud mental

Toxicomanías y salud mental * **
por Luis Darío Salamone [*]
1- El Otro y el silencio
Una de las cuestiones que más preocupan a los interesados por la salud mental son las toxicomanías. Según Eric Laurent la salud mental existe pero, paradójicamente, poco tiene que ver con lo mental y muy poco con la salud. Guarda más relación con el Otro y el silencio[1]. Por eso Jacques-Alain Miller plantea que la salud mental es cuestión de orden público, teniendo como propósito el reintegrar al individuo a la comunidad. El orden público guarda relación con el amo, y el moderno se preocupa por la medida, por eso le agradan las encuestas, y por eso en ocasiones no mira con buenos ojos al psicoanálisis. Sin embargo contamos con una interesante casuística en la cual el psicoanálisis ha probado su eficacia. Por supuesto que bajo ningún punto de vista podemos probar su eficacia en todos los casos.

A la salud mental, como lo plantea Miller, le interesa que el sujeto ande bien por la calle. Esto me recuerda a un paciente que, luego de consumir cocaína, se subía a su auto para viajar a Mar del Plata a doscientos kilómetros por hora. Cuando llegaba, sin demorarse, regresaba. A veces lo detenían, pero entonces no le importaba a quienes lo hacían su salud mental, sino su aporte económico.
Puede pensarse en cierta articulación: el concepto de responsabilidad resulta esencial en la cuestión de la salud mental, el orden público y el psicoanálisis. Sin embargo el psicoanalista no se presenta como un trabajador de la salud mental. ¿Cuál es su parte en el desconcierto social donde las toxicomanías resuenan con fuerza, y donde la salud mental apunta, en tanto atentan contra el orden público? Debo decir que, desde que este sujeto del cual hablaba antes, se analiza, ya no se lanza a la ruta, ha sido capaz de plantearse su propósito suicida, su afán de venganza por haber contraído sida, y algunas tantas otras cosas que lo han tornado un tanto más responsable. Ahora anda bien por la calle, y por la ruta. El propósito no fue tanto que lo haga, aunque es verdad que no dejaba de inquietar, sino de que responda por lo que hacía.
Y es en esa compleja dialéctica donde el psicoanálisis puede tenderle una mano de cierta utilidad. En esos puntos donde la salud mental no puede con ese real que al psicoanálisis ocupa. Se ve claramente cuando el psicoanálisis fracasa en las cuestiones preventivas que se reclaman, sin embargo las publicidades a las que se recurren suelen empujar, paradójicamente, al toxicómano al consumo. No nos cansamos de escuchar que las propagandas incitan a los adictos, ya que la propuesta de un viaje sin retorno los excita, lo mismo que al remarcarle su nexo con la muerte no hace otra cosa que darle consistencia al mismo. Se burlan de quienes los conciben como "dibujados". Un psicoanálisis no incurre en estos errores, simplemente porque no desconoce los efectos de la pulsión de muerte en el sujeto.
2- El secreto del psicoanálisis
Por eso Miller concluye con respecto a la relación del psicoanálisis con la salud mental que: "el psicoanalista como tal no es un trabajador de la salud mental y quizás sea ese, precisamente, el secreto del psicoanálisis. A pesar de lo que pueda pensar y decir para justificar ese papel en términos de utilidad social, el secreto del psicoanálisis es que no se trata de salud mental. El psicoanalista no puede prometer, no puede dar la salud mental."[2]

Sin embargo la posición del psicoanálisis no se plantea como la de una simple exclusión con la salud mentad, sino más bien como una compleja dialéctica, siempre teniendo presente de que la salud mental no tiene utilidad para nosotros como criterio clínico.
Por otra parte los psicoanalistas suelen ocupar un lugar en las instituciones destinadas a prodigar la salud mental, y sabemos que frecuentemente cumplen con las expectativas de quienes tienen una relación más bien de sospecha hacia esa práctica que le resulta ajena a lo esperado. El psicoanalista se ocupa de que emerja una dimensión nueva del sujeto, pero "no por ello él tiene que presentarse como los suscriptores ausentes cuando el hospital, incluso la universidad, lo llaman. Puede dar testimonio ahí acerca de lo que él hace y sabe de la práctica que le es propia, sin reticencia ni complacencia, respetando lo que constituye la consistencia de discursos diferentes."[3]
3- La incidencia del psicoanálisis
Hay un papel que el tóxico cumple, ya se trate de un sujeto neurótico o psicótico, un papel que podrá estar vinculado, por ejemplo, al deseo o al delirio, y las incidencias que el psicoanálisis puede tener se juegan en relación a ese punto. Como lo plantea Eric Laurent en la conferencia que dictó en las II Jornada sobre Toxicomanías y Alcoholismo del Instituto del Campo Freudiano, "la incidencia del psicoanálisis estará en tratar de despertar, al dar la palabra al inconsciente (ya sea por la vía del deseo o por la vía del delirio en sí mismo) que el trabajo del delirio o el trabajo del deseo ponga en su lugar a la presencia del tóxico. Es esto lo que permitirá al sujeto separarse del tóxico."[4]

Por otra parte, como ha sido planteado tantas veces, la cuestión del consumo de tóxicos en el fin del siglo no es ajena a la incidencia del discurso capitalista, con el consecuente rechazo de la castración, rechazo que implica que no hay barrera alguna con respecto al goce.[5] Lacan presentó a la posición del analista como una salida al discurso capitalista. Lo hace después de, enTelevisión, referirse a la posición del analista a partir de lo que en el pasado se llamó ser un santo. Entonces dice: "Cuantos más santos hay, más se ríe, es mi principio, véase la salida del discurso capitalista -lo que constituirá un progreso-, si solamente es para algunos."[6] Se trata entonces de la salida posible del discurso capitalista, pero ese "si solamente es para algunos", nos pone en la pista de que no es para todos. Ese "no para todos" no cumple con un reclamo de la salud mental, con un ideal de "para todos", pero que, como tal, encontrará su límite. De todas formas, como Eric Laurent lo plantea, es una de las responsabilidades del analista el operar más inteligentemente y eficazmente contra la pulsión de muerte. En ese sentido debe trabajar como se las arregla para incidir en un goce, particularmente en las formas de presentación que este goce va cobrando en este fin de siglo. Es la chance que le queda para sobrevivir en el siglo venidero, porque como sabemos, a diferencia de la religión, el psicoanálisis no tiene su porvenir asegurado.
En "Psicoterapia y psicoanálisis"[7] Miller plantea que es lo que puede decirse al público y al Estado con respecto a los deberes del psicoanalista. El primer deber del psicoanalista, no está demás decirlo, es ser psicoanalista. Un segundo deber es advertir al público lo que no es un psicoanalista, aquello que no sabe ni puede prometer. Si hay algo sobre lo que el analista no sabe es sobre aquello que le falta a alguien en tanto distinto de un otro. El psicoanalista no es un vendedor de milagros, no promete la felicidad, tampoco la armonía, no asegura el orden público. En todo caso trabaja para poner en claro el deseo del sujeto, ayudarlo a descifrar aquello que insiste en su existencia. Miller señala un tercer deber: que nos hagamos responsables de proporcionar los efectos analíticos que el sujeto sea capaz de soportar.
Dijimos que el secreto del psicoanálisis es que no es un trabajador de la salud mental. Sin embargo debemos decir que si hay algo que puede resultarle saludable al sujeto, eso es el deseo. Es el remedio más eficaz para la angustia, así como la culpabilidad suele no ser ajena a la renuncia del deseo. Sin embargo, aunque el deseo puede presentarse como contrario a la homeostasis, al bienestar general, es la oportunidad para que un sujeto devenga ético. El psicoanálisis tiene una incidencia precisamente sobre este punto. Lo cual no es poco.
 
Notas
*Lic. en Psicología. Dr. en Psicología Social. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AE 2007-10). Co director del TyA (Toxicomanías y Alcoholismo) y Asesor de ENLACES, departamentos del Instituto Clínico de Buenos Aires. Docente del Instituto Clínico de Bs. As. y el Instituto Oscar Masotta. Profesor Asociado del Departamento y el Master en Psicoanálisis de la Universidad J. F. Kennedy. Autor del libro "El amor es vacío" y numerosos artículos publicados en libros, revistas y periódicos.
* Trabajo presentado en las I Jornadas del Servicio Nº 3 del Hospital Dr. José T. Borda: "El Psicoanálisis y la Salud Mental en el Fin de Siglo", 10 y 12 de Diciembre de 1998
** Publicado con la amable autorización del autor.

  1. Laurent, Eric. "¿Mental?". En Pharmakon 6/7. Plural. La Paz, 1998.
  2. Miller, Jacques-Alain. "Salud mental y orden público". En Pharmakon 6/7. Plural. La Paz, 1998. Pág. 93.
  3. Miller, Jacques-Alain. "Alocución inaugural del Servicio Jacques Lacan". En Malentendido Nº 3. Buenos Aires, 1988.
  4. Laurent, Eric. "Conferencia". En Del hacer al decir. La clínica de la toxicomanía y el alcoholismo. Sujeto, goce y modernidad. Nueva serie. Plural. La Paz, 1998.
  5. Véase al respecto el trabajo de Jorge Aleman: "Discurso capitalista y ética del psicoanálisis", en Sujeto, goce y modernidad II, Instituto del Campo Freudiano, Atuel-TyA, Buenos Aires, 1994. Daniel Sillitti ha desarrollado cuestiones relativas al tema en clases del seminario del TyA (Instituto del Campo Freudiano).
  6. Lacan, Jacques. Televisión. Editorial Anagrama. Barcelona, 1977. Pág. 99.
  7. Miller, Jacques-Alain: "Psicoterapia y psicoanálisis". En Clínica Psicoanalítica "Psicoterapia-Psicoanálisis". Instituto del Campo Freudiano. Sección Clínica de Madrid. Madrid.

Taller Lectura "Psicología de los Procesos Oníricos"

TALLER CLASE 10 DEMARZO DE 2011
1.     A partir de las lecturas sobre el sueño, en grupos de máximo 3 personas, contestemos las siguientes preguntas:
a)      1. ¿De qué depende hacer la interpretación de un sueño?
b)      2. ¿Por qué soñamos? ¿Qué es la resistencia? ¿Por qué hay más resistencia en la vigilia que en la noche?
c)       3. ¿Qué  es la censura?
d)      4. ¿En qué consiste el sueño de la inyección de Irma? ¿Qué quiso decir el soñante con ese sueño?
2.      5.  Explique en un gráfico la organización del aparato psíquico incluyendo los sistemas icc, preconsciente e inconsciente

3.     6  ¿Qué creen que quiso expresar el pintor con la siguiente obra?
7. Definir:
Condensación
Desplazamiento
Contenido Manifiesto
Contenido Latente

Programación Clase Psicoanálisis

Repaso: 17 de marzo de 2011 (Lectura Trabajo del Sueño)
Película: 22 de marzo de 2011 (Entrega Taller )
Taller Interpretación de los sueños Grupo 1: 24 de marzo 11:30 a.m. Salón C401
Parcial Psicoanálisis: 24 de marzo de 2011

Descargar "La Interpretación de los Sueños" http://literatura.itematika.com/descargar/libro/407/la-interpretacion-de-los-suenos.html

Película Clase psicoanálisis:

CINE CLASE PSICOANÁLISIS PRESENTA:
EL DÍA QUE NIEZTSCHE LLORÓ
Martes 22 de marzo de 2011
10:00 Salón B310


Del autoritarismo científico y otros apuntes psicoanalíticos


Ver aquí...http://www.blogelp.com/

jueves, 3 de marzo de 2011

La demanda de amor

    PSICOLOGIA › CUANDO LO QUE SE PIDE ES NADA

    Signo de amor

    La demanda de amor es “demanda incondicional de la presencia y de la ausencia” –destaca el autor–: “El amor requiere la presencia, el ‘Aquí estoy’ del Otro”, pero esa presencia “toma su valor extremo, vital, si el Otro no está”, por eso “la carta de amor tiene una función eminente”. Y aun en oscuras fantasías como la del niño que es pegado, “lo que se encuentra al inicio es una cuestión de amor”.
     
     Por Jacques-Alain Miller *
    ¿Tendrían los hombres idea del amor si las mujeres no les enseñaran? En verdad, es dudoso. Para ambos sexos eso empieza con la madre. Es cierto que aquello que se da no lo es todo. También están el arte y la manera: si se considera el modo en que se hacen los regalos, puede decirse que el arte y la manera de dar valen más que dar mucho. Los japoneses son muy buenos para dar naderías rodeadas de una pompa sensacional. Me ha ocurrido recibir regalos de japoneses. Debo decir que eran de lo más exquisito, aunque fuesen naderías. También se puede pensar en esa ceremonia con la que saben rodear la producción de una taza de té. Es un gran despliegue de artificios, de maneras, de arte, para, finalmente, muy pocas cosas: un pequeño vertimiento que, gracias al arte y la manera, toma el valor de un elixir, de una quintaesencia. En el amor es igual. Si ustedes no lo rodean de una suerte de ceremonia, el pequeño vertimiento tiene un valor muy, muy relativo.
    Con el alimento, es igual. A tal punto que hace unos años, al volver de Japón, hice una pequeña anorexia. Si en Kyoto los alimentan durante una semana con comidas que constan de un considerable número de platos, a cual más pequeño –donde hay una cosita escondida, envuelta, una miniatura de alimento, bocaditos, semibocados con la superficie ocupada esencialmente por el delicadísimo envoltorio–, al regreso, cuando vuelven a los churrascos, el puré, la cabeza de ternera, las pezuñas de cerdo, se dicen: Ya no puedo comer eso, y se vuelven un poquito anoréxicos. Al regresar de allí demandamos nada, encontramos que aquí todo es excesivamente pesado. En Japón se aprende a consumir nada. Es delicioso.
    Esto contrasta con lo que se llamó la sociedad de la abundancia. Pero, para que esa nada tenga valor, debe venir por añadidura, debe ser un suplemento; un suplemento de nada.
    En nuestras calles de la sociedad de la abundancia se multiplican los mendigos. ¡Qué figura fascinante es el mendigo! Hoy no puede hacerse su elogio: son desempleados. Es muy difícil recuperar el valor eminente que el mendigo tuvo en la historia, antes que el trabajo se volviera un valor esencial, antes que entrara en el superyó. Hubo una cultura de la mendicidad, un mito del mendigo. En el Medioevo, volverse mendigo era un recurso. Ustedes dejan todo por el amor de –por el amor de Dios, por el amor de Cristo, por el amor de una mujer–, y se van a pasear su falta por el mundo; así dan a los otros la oportunidad de hacer buenas acciones –por el amor de Dios–. Solución formidable, devenir así (por otra parte suelen ser más bien hombres que mujeres) una falta ambulante, una falta peregrina. Claro que hoy pueden caer bajo la crítica de ser una boca inútil. Hoy se trata mal a las bocas inútiles. Pues bien, es lo contrario: las bocas inútiles son muy útiles. Se consagran a hacer presente el agujero; un agujero con derechos sobre quienes tienen, sobre quienes están colmados. Es una invitación a que éstos se descompleten.
    Lamentablemente, los mendigos se transformaron en holgazanes. El término holgazán [fainéant] data de 1321. Holgazán es quien hace nada [fait néant]. ¡Es formidable ser holgazán! Pero en cierto momento de la historia del buen Occidente ya no se pensó más que en poner a trabajar a los holgazanes, en extraer su fuerza de trabajo para la producción. Eso permitió convertirlos en desempleados para que los otros trabajen tanto más y por mucho menos –ese es el uso del desempleado–. Debería honrarse al holgazán. En efecto, hacer nada es angustiante. A veces, para librarse de la angustia, uno hace algo, no importa qué; se mueve, se agita.
    Tomo estos atajos para hacer el elogio de algo que las mujeres han logrado en Occidente: que los hombres respeten la nada. No lo lograron tanto en Japón, pero sin duda no lo necesitaban, pues allí todo el mundo respeta la nada. En Occidente lograron, en el curso de una larga elaboración del amor, que los hombres respetaran la nada. Piensen en ese momento distinguido por Lacan, el del amor cortés. Un retoño del amor cortés es el preciosismo. Floreció en el siglo XVIII, especialmente en Francia, donde se vieron las mayores expresiones de esa gigantesca empresa de educación del hombre por parte de las mujeres. Además, en el siglo XVIII el gusto mismo se convirtió en un problema teórico. Se indagó cómo hacer para que las maneras se refinaran y que, en vez de caer sin vueltas sobre el objeto de la necesidad, se empezara a hacer lo que villanos y toscos llamarían zalamerías.
    El cortesano es una forma pulida del caballero. Su aparición estuvo vinculada con el crecimiento del Estado, que exigió dejar en la puerta la lanza, la espada, la armadura. Hoy en día, curiosamente, en algunas culturas se observa cierta renuncia femenina. El feminismo, en las formas estridentes que a veces toma en Estados Unidos y que quizá nos llegarán de allí, el feminismo valeroso, guerrero –ellas son las que toman la lanza, la espada y la armadura–, está quizá fundado en una decepción, la de que el hombre sigue siendo un burro, es radicalmente ineducable, y para que se comporte tal vez haya que amenazarlo sin cesar con las iras de la ley. En Francia y entre los latinos todavía es diferente. Para una mujer, sigue siendo esencial el signo de amor.
    Ella busca el signo de amor en el otro, lo espía. Quizás a veces lo inventa. El signo de amor es tan frágil, tan fugaz, que hay que hablar de él con todos los miramientos. El signo de amor es a la vez mucho menos y mucho más que la prueba de amor. La prueba de amor siempre pasa por el sacrificio de lo que se tiene, es sacrificar a la nada lo que se tiene, mientras que el signo de amor es una nadería que se marchita, que decae y se borra si no se la trata con todos los miramientos, si no le testimonian todas las consideraciones.

    “¿Estás aquí?”

    Lacan distinguió entre la demanda simple y la demanda de amor. La demanda simple ya tiene un efecto de significantización de la necesidad; más allá, la demanda es demanda de amor, es decir, demanda de nada o “demanda incondicional de la presencia y de la ausencia”, como dice Lacan en “La dirección de la cura y los principios de su poder”. ¿Por qué demanda “de la ausencia”? La presencia es el puro llamamiento a que el Otro esté y dé signos de su presencia; que al menos diga que está, que dé signos de su existencia; que responda, pues, al llamamiento, o que llame para decir simplemente: “Aquí estoy”. Ahora bien, que el Otro diga “Aquí estoy” por cierto sólo tiene su valor extremo, vital, si no está. Es en ese caso cuando en verdad vale algo. Si el Otro está aquí, dándoles la mano, y ustedes son muy sofisticados, pueden aún demandarle: “¡Dime que estás aquí!”; sobre todo si el señor que les da la mano es un obsesivo, que justamente piensa en otra cosa. Podemos entonces exigir “¿Estás aquí?” aun en presencia del Otro. Pero en fin, el hecho de que diga “Aquí estoy” tiene su valor vital cuando él no está. Por eso Lacan, en su Seminario XX, decía que la carta de amor tiene una función eminente en el amor. En general, solo se envía una carta a alguien que precisamente no está. En todo caso, es el testimonio de un tiempo en el que el Otro no estuvo, hasta ese instante en el que se redacta la carta. La ausencia del Otro es también la mía, y toda carta de amor dice: “Tú no estás aquí” y, en tu ausencia de mí y en mi ausencia de ti, estamos juntos, estás conmigo. También existe el teléfono. A veces un llamado telefónico se torna estrictamente equivalente al don del amor.
    Entonces, por un lado la demanda, y por el otro la demanda de amor. Está la demanda que tiene algo por objeto, es decir, la demanda del objeto de la necesidad –tengo hambre, tengo sed, etcétera–: allí el objeto, aunque pase por la demanda que lo significantiza, es algo. Y está la demanda de amor, que apunta radicalmente a la nada –un simple signo, una nadería–. En la conjunción entre la demanda y la demanda de amor, está el deseo. Si el objeto en la demanda es algo, y en la demanda de amor es nada, el objeto del deseo es como una amalgama entre algo y nada. Lo que Lacan llamará objeto a –y se hará célebre– es el significante de algo en conexión con nada. Si la demanda de amor apunta a la nada, en asuntos del deseo no puede desatenderse la insistencia de algo –algo absolutamente particular–. Además, en el amor es esencial la relación con el Otro, que distribuye los signos de amor y del cual se espera el signo de amor, mientras que el deseo se sustrae de esta relación con el Otro. El deseo tiene más bien relación con algo en el Otro, y por eso puede ser angustiante.
    El deseo, según la fórmula que Lacan propondrá en el Seminario XI, involucra en ti algo más que tú: involucra en el Otro un elemento no conocido por el Otro mismo, que pertenece a la intimidad más reservada del Otro, una intimidad incluso no conocida por ese Otro. Por eso propuse utilizar, para esa zona del Otro, el término “extimidad”. Mientras que el amor depende de los signos del Otro, el deseo está enganchado, estimulado por algo desapegado del Otro. A eso se debe que Lacan, tras haberlos construido en continuidad, se vea llevado a oponerlos. Lo hará bajo una forma dialéctica, marcando que en cierto modo el amor y el deseo tienen la misma estructura, que en el deseo se reencuentra lo incondicional de la demanda. Para articularlos, Lacan dice que hay como un trastrocamiento en el que lo exigido en el amor, lo sin-condición del amor, se invierte. En el amor, el sujeto está sometido al Otro, pero en el deseo lo incondicional se invierte. Si el amor está ligado al Otro, el deseo está ligado a algo desapegado de este Otro, algo que Lacan llamará la causa del deseo.
    Con la causa del deseo, el sujeto ya no queda sujeto al Otro. A este respecto, el deseo es una relativa emancipación respecto de los signos de amor. Un deseo decidido –puede reprochársele– no siempre se preocupa demasiado por los signos de amor. Pero eso no está bien. Hay que saber que el deseo decidido no excusa todo. A deseo decidido, amor tanto más cortés.

    “Pegan a un niño”

    Dije que esta oposición, situada en el origen mismo del concepto lacaniano de deseo, ya tan célebre, acentúa la emancipación del deseo con relación al amor. El ejemplo que da Lacan es elocuente, pues dice que eso ya se ve en el nivel del objeto transicional. (N. de la R.: El psicoanalista Donald Winnicott desarrolló la noción de objeto transicional: es, por ejemplo, un muñequito o una manta, que llega a adquirir una importancia vital para el niño pequeño, sobre todo en ausencia de la madre o al ir a dormir.) El objeto transicional consiste en tomar un trocito, y luego ¡ciao al Otro! El objeto transicional de Winnicott permite al sujeto remitir el Otro a sus fallas o a su falta y resistir el impacto, pero Lacan señala que es apenas el emblema del objeto a; apenas una representación imaginaria, en imágenes, del objeto a, cuyo lugar está en el inconsciente. El objeto a no es el objeto transicional: la observación de este último sólo sirve de apoyo. El objeto a está en el inconsciente.
    Esta presencia del objeto a en el inconsciente permite sostener que el fantasma inconsciente siempre tiene, según la fórmula de Lacan, un pie en el Otro; pero no los dos, dado que a está desapegado del Otro. Pueden remitirse a la construcción que Lacan retoma de Freud con su comentario del fantasma “Se pega a un niño”. (N. de la R.: “La fantasía de presenciar cómo ‘pegan a un niño’ es confesada con sorprendente frecuencia por personas que han acudido al tratamiento psicoanalítico, y surge probablemente aún con mayor frecuencia en otras que no se han visto impulsadas a tal decisión (...) La confesión de esta fantasía cuesta gran violencia al sujeto”; S. Freud, “Pegan a un niño. Aportación al conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales”, 1919.)
    Freud distingue tres tiempos de elaboración, al último de los cuales corresponde la fórmula “Se pega a un niño”. Muestra cómo, en estos tres tiempos, hay una transformación de las fórmulas. La segunda fórmula, señala, es la que debe ser reconstruida porque nunca es recordada por el sujeto. Esta fórmula es: “Yo soy azotado por el padre”, y a su vez toma su valor de la transformación de la primera fórmula: “El padre pega al niño que yo odio”.
    Lacan glosa esta fórmula, que así pasa a ser: “Pega a mi hermano o a mi hermana por miedo a que yo crea que él es el preferido”. Sostiene que allí hay una forma intersubjetiva desarrollada, muy articulada. En efecto, en esta primera forma del fantasma, que luego de la transformación dará “Se pega a un niño”, está en juego el amor: pegar al otro niño vale allí como signo de amor dado por el padre al sujeto. Dicho de otro modo, en el origen mismo del fantasma se tiene una posición de amor. Sólo más adelante, después de las transformaciones, tendremos apenas “Se pega a un niño”, donde ya no se reconoce la historia amorosa del fantasma. Pero cuando se reconstituye la genealogía de este fantasma, lo que se encuentra al inicio es una cuestión de amor.
    Hay familias en las que el padre efectivamente golpea. Puede haber una familia en la que el padre golpea a los hijos y no a las hijas; por el contrario, las mima. Pues bien, que los golpeados sean los muchachos, las fascina. En consecuencia, ellas pueden verse llevadas a imaginar el goce de ser golpeadas como muchachos, y a preguntarse si ser golpeado no será de hecho una prueba de amor del padre, muy superior al hecho de ser mimado.
    El fantasma “Se pega a un niño” está sostenido por una articulación compleja, y la escena que se despeja en la forma final del fantasma es sostenida por toda una historia permutativa, de tal suerte que este fantasma es a la vez una escena, por lo cual pertenece a lo imaginario, y el resultado de una transformación simbólica que la hace una escena significantizada, coagulada, hierática, sagrada. Se parte de una pregunta sobre el amor, y se llega a la escena separada. Estas imágenes indelebles, si bien pertenecen a lo imaginario, sólo toman su función de lo simbólico: la historia de la que se desprende el recuerdo encubridor. Y para el sujeto esas imágenes perduran como un hueso; se le quedan atragantadas, permanecen con un carácter paradójico, escandaloso, incluso vergonzoso: quedan como lo real de esa elaboración simbólica.

    Nada

    La tesis de Lacan es que la demanda de amor no es demanda de un objeto, sino de nada: no demanda esto o aquello, un objeto en particular, sino que demanda lo que sea, y es entonces indiferente a la particularidad del objeto: lo que sea, siempre que tenga el valor de prueba de amor. Lo que sea, siempre que signifique: “Tú me faltas”. En este sentido, el don de amor que rodea, que apremia al don del objeto, tiene un valor exactamente inverso. Dar es, ante todo, decir. “Yo tengo, yo poseo”. Dar destaca el tener del Otro, pero el don hecho al Otro en calidad de signo de amor significa, más secretamente, que yo no tengo, que me faltas tú. De tal suerte que, si bien en ambos casos se dirige al Otro, hay no obstante un desdoblamiento. La demanda surgida de la necesidad se dirige al Otro en la medida en que el Otro tiene, mientras que la demanda de amor se dirige al Otro en la medida en que no tiene. Esto es lo que justifica definir el amor como el don de lo que no se tiene: dar prueba de la propia falta.
    * Texto extractado de Donc. La lógica de la cura, de próxima aparición (ed. Paidós).